MARIA ALESIA
SOSA CALCAÑO
@MariaAlesiaSosa
Esta mañana me
dispuse a hacer un reportaje de la tarjeta electrónica. Es la
noticia del día. La tarjeta empieza a funcionar mañana, hoy tomaban las huellas
para que la gente haga sus compras. Reconozco que fui con algo de prejuicio,
porque el carácter cubano de este Gobierno obliga a que mi cerebro relacione
esta nueva tarjeta con la tarjeta de racionamiento cubana. Pero mi deber es
investigar, ver cómo empezó la cosa, cómo está funcionando.
A primera hora
de la mañana entrevisté al economista Asdrúbal Oliveros, quien en su
declaración para mi reportaje, le da un voto de confianza a este nuevo sistema porque
en otros países ha sido positivo. Yo decido dárselo también, y mi prejuicio
entonces se reduce. Lo cual me alegra, porque no puedo olvidarme que soy
periodista. Insisto, mi deber es investigar.
Planeo ir a
varios mercados del Gobierno, para ver cómo avanza el sistema. Camino hacia el
Bicentenario. Recorro los pasillos. No hay colas, no hay demasiada gente, ni
demasiados productos. Había aceite, pensé comprar, pero primero debía grabar y
entrevistar. No advierto movimiento de la tarjeta. No veo ningún stand donde
tomen la huella. La gente tampoco parece estar enterada de lo que el Diario Vea
anunciaba en un titular de hoy: “Gran registro del Plan Abastecimiento Seguro”.
Grabo algunas
tomas de los anaqueles, el de lentejas lleno, el de harina vacío, en las
oxidadas neveras de carne quedaban algunos paquetes. Había cereal, pero leche
no. Sigo grabando. Las tomas no son bonitas, son el reflejo de un sitio en
decadencia, de las sobras de cualquier cosa. Son pasillos de resignación y
conformismo. Grabo un poco más. Grabo la presencia de militares. Al fin y al
cabo es raro ver militares en un mercado.
Le pregunto a
uno de los empleados de camisa roja, que donde es que están tomando la huella
para la tarjeta electrónica. No tiene idea de lo que le hablo.
Voy entonces a
las cajas y hago un toma de la gente pagando. Era la última toma. Después el plan
era entrevistar a los encargados sobre la tarjeta y que el supervisor, gerente
o militar, supongo, me dijera en qué consistía el sistema. Pero no pude.
Mientras grababa la caja, uno de los empleados de camisa roja se me viene
encima, me empuja la cámara.
—¿Qué me estás
grabando tú? ¡Me estás grabando la cara con dinero en la mano! ¡Me vienes a
robar!
Nunca tan
arbitrariamente me habían llamado ladrona. No entiendo el odio.
—¡MILICIA!
¡MILICIAAA! ¡Venga acá milicia! ¡Esta tipa me está grabando con dinero en la
mano para robarme!
Le dije: “¿Disculpa?”.
No me dio tiempo a hacer más preguntas. Ya estaba rodeada de militares, cuya
labor era intimidarme. También me rodearon empleados de camisa roja.
El “milicia”
encargado me obligó a que le diera la cámara.
— No te voy a
dar la cámara, porque en ese caso me estarías robando tú a mi.
— Me das la
cámara, tú no puedes venir a grabar aquí así.
Lo que más me
impresiona es que él considerara una amenaza las tomas de un anaquel ¿Tan mal
veía él su mercado? ¿Entonces él sí es sensible a la escasez, al deterioro? Por
eso, le dije: —¿A qué le tienes miedo? No contestó.
Rodeada de
varios verde oliva y empleados de camisa roja, comenzaron a gritarme: “Que
entregue la cámara”, “Que borre el material”, “Estás conspirando contra la revolución”. Se
unieron algunos clientes, nadie para defenderme. Esas órdenes después se
convirtieron en insultos: “Cabeza de huevo”, “maldita puta”, “No eres
periodista”. Nadie me defendió.
—Te vienes
adentro conmigo— me dijo el militar.
—No me voy a un
cuarto con usted, usted no me manda, y yo no lo conozco.
—¡Tranquila, yo
no tengo tan mal gusto!, me contestó con asco y odio.
Cuando
comprendió que nunca iba a entregarle la cámara, me dijo que tenía que borrar
todo lo que había grabado. Sólo así podía irme, o “me llevaba presa”. Presa por
grabar en un mercado. Me lo repito y no lo digiero.
Lo
consiguieron. Borraron todo mi material. Pero sobre todo, consiguieron sacar de
ellos mismos, el odio desmedido para el que han sido entrenados. Por un
momento, me pregunté cómo habían sabido que yo no era de su equipo. Nunca saqué
un carnet, no hice preguntas incómodas, no hubo tiempo. Me odiaron por mi cara
y por mi cámara. Les pareció, a todos, que ese no era mi territorio, que yo no
tengo derecho a pertenecer ahí, ni a comprar aceite, ni a grabar.
Me dejaron ir.
Pero sin las tomas de los pasillos de resignación y conformismo, sin las tomas
de anaqueles vacíos, y las de militares en un mercado. Apenas puse un pie fuera
de ese país desconocido, mi rabia se convirtió en llanto. No por no poder hacer
mi trabajo, no por el reportaje, no por las tomas, ni por la cámara, no por el
acoso a los periodistas que ya es costumbre. No podía contener el llanto, por el
odio exacerbado que me tienen sin saber ni siquiera quién soy. Porque me
detestan sin saber si trabajo en un orfanato cuidando niños, o mato gente todas
las noches. No importa. Me odian. Y yo odio que me odien.
No sé si el
Plan Abastecimiento Seguro o la tarjeta electrónica funcionará, lo que sí se
que funcionó es el odio que han sembrado hacia los que no piensan igual. El
trabajo es detestar al otro, la misión es aniquilarlo, la meta es que nos
odiemos aunque no haya razón. Y eso termina destruyendo de tristeza, de
impotencia y de desesperanza al odiado. No sé cómo se va arreglar la economía,
ni la política, pero, mejor nos preocupamos por otra cosa: el problema más
grave que tiene Venezuela y más difícil de solucionar es el odio sembrado. Ya
tiene demasiadas raíces y apenas estamos recibiendo la primera cosecha.
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